Cargando. Por favor, espere

Portada

I. Intangibilidad del procedimiento una vez constituido el tribunal arbitral

La STS, Sala de lo Penal, de 8 de octubre de 2025,constituye un precedente especialmente inquietante para la coherencia del sistema arbitral español. La decisión se aparta del principio de intervención mínima del juez en el arbitraje y, en términos materiales, configura una auténtica anti-suit injunction dirigida contra un árbitro que había afirmado su competencia mediante laudo preliminar. El razonamiento empleado, prácticamente inédito en los sistemas de nuestro entorno y con precedentes aislados, como los practicados en Pakistán, trasciende los márgenes del control judicial previsto por la Ley Modelo de la CNUDMI, directamente inspiradora de la Ley 60/2003, de Arbitraje (LA LEY 1961/2003), e irrumpe en la esfera propia del procedimiento arbitral, lesionando la autonomía de la voluntad de las partes y el principio kompetenz-kompetenz.

La Sala Segunda del Tribunal Supremo ha considerado constitutiva de desobediencia una conducta que, en rigor, debió canalizarse a través de los mecanismos específicos del ordenamiento arbitral, introduciendo una dimensión punitiva en un ámbito de naturaleza negocial, desdibujando la frontera entre la tutela judicial legítima y la intromisión sancionadora en la justicia pactada y alterando el equilibrio institucional entre jurisdicción estatal y arbitral al sustituir la revisión procesal por la sanción. La parte afectada disponía de instrumentos procesales suficientes para resolver el conflicto dentro del marco arbitral promoviendo la remoción del árbitro a instancia de parte conforme al art. 19 de la Ley de Arbitraje (LA LEY 1961/2003), mediante el procedimiento de juicio verbal previsto al efecto, en lugar de precipitar una reacción penal que excede los límites funcionales del sistema.

Con mayor adecuación, el cauce debió ser la acción de anulación del laudo, prevista en el art. 41 de la Ley de Arbitraje (LA LEY 1961/2003), fundada en eventuales defectos en la constitución del tribunal o en supuestos de indefensión. Ese control ex post, de carácter tasado y garantista, materializa los principios de kompetenz-kompetenz y de intervención judicial mínima, evita la criminalización de un desacuerdo estrictamente jurídico y preserva la seguridad estructural del sistema arbitral.

El Tribunal reconoce que «una vez nombrado árbitro y dictado el laudo preliminar en el que el acusado asumió su competencia (…) el procedimiento arbitral resultaba intangible frente a cualquier decisión del Tribunal Superior de Justicia o frente a cualquier requerimiento del Letrado de la Administración de Justicia», pero rechaza expresamente esa apreciación al sostener que «no es esa consideración la que puede regir la decisión en este proceso». Con dicha afirmación, el Alto Tribunal niega el principio que sustenta la estructura misma del arbitraje: la intangibilidad del procedimiento una vez constituido el tribunal arbitral y este razonamiento entra en contradicción con el art. 7 de la Ley de Arbitraje (LA LEY 1961/2003), que veda la intervención judicial salvo disposición expresa, y desconoce el contenido del art. 22, en el que se reconoce la potestad del tribunal arbitral para pronunciarse sobre su propia competencia.

La sentencia incurre así en una confusión, en el sentido de que, como advirtió certeramente el antiguo presidente del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional, Pascual Sala, ha de partirse de «la necesidad de no extender, más allá de lo justo, la intervención judicial en el arbitraje», pues «al ser el arbitraje un sistema de solución de controversias alternativo al judicial y basado en la autonomía de la voluntad de las partes, no permite más intervención judicial que la derivada de funciones de asistencia o de control del laudo mediante la tasada acción de anulación (arts. 7, 8, 40 y 41 LA), porque de lo contrario, en vez de sistema alternativo al judicial, el arbitral se convertiría en una instancia previa de aquel, que quedaría así erigido en un proceso definitivo sobre la validez del laudo, sin posibilidad de rectificación». Desde esa perspectiva, la reciente decisión del Tribunal Supremo convierte una función de apoyo en una función de control, desplazando el equilibrio institucional que caracteriza al modelo arbitral asumido por nuestro país en 2003.

En un pasaje posterior, la sentencia justifica la nulidad del nombramiento del árbitro al señalar que «el propio órgano judicial que adoptó la decisión podrá revisar y declarar la nulidad de una resolución sujeta al trámite del juicio verbal». Tal interpretación convierte al juez de apoyo en juez de control, ampliando de manera improcedente su competencia. La Ley 60/2003 (LA LEY 1961/2003) no autoriza al órgano judicial que realizó la formalización del nombramiento a destituir al árbitro, ni por la vía de la revisión ni mediante una declaración de nulidad procesal. Una vez efectuado el nombramiento, la función judicial cesa, salvo intervención por causa de recusación, imposibilidad sobrevenida o mediante la acción de anulación del laudo conforme a los arts. 18 (LA LEY 1961/2003), 41 (LA LEY 1961/2003) y 8.5º de la Ley de Arbitraje. La atribución a los tribunales de un poder de revisión general de sus propios actos en esta materia implica una alteración sustancial del equilibrio diseñado por el legislador entre juez y árbitro.

Someter el proceder del árbitro a un régimen de obediencia penalizada implica degradar el arbitraje a una jurisdicción subordinada, despojándolo de su naturaleza como instrumento autónomo de resolución de controversias

II. El árbitro ejerce una competencia propia, derivada del convenio arbitral

Mayor preocupación suscita la afirmación de la sentencia según la cual «lo que no resulta factible es que los árbitros nieguen, cuestionen, tachen o revisen el acto jurisdiccional». El argumento contradice el principio kompetenz-kompetenz, conforme al cual los árbitros están llamados a examinar la validez del convenio arbitral y su propia competencia, incluso ante la existencia de decisiones judiciales incompatibles. En el marco de la Ley Modelo de la CNUDMI, la función del tribunal arbitral consiste precisamente en preservar la autonomía del proceso frente a interferencias judiciales, limitando el control estatal al momento posterior de la anulación del laudo. Someter el proceder del árbitro a un régimen de obediencia penalizada implica degradar el arbitraje a una jurisdicción subordinada, despojándolo de su naturaleza como instrumento autónomo de resolución de controversias. Para este menester existe la intervención judicial una vez pronunciado el laudo a través de la acción de anulación con lo cual se respeta el principio de la tutela judicial efectiva.

El Tribunal insiste en que «aunque una decisión del Tribunal en ese sentido pueda no ser compartida, lo que no resulta factible es que los árbitros nieguen (…) el acto jurisdiccional». Tal afirmación parte de un error conceptual: el árbitro no revisa el acto jurisdiccional, sino que ejerce una competencia propia, derivada del convenio arbitral. Pretender que el árbitro deba ceder ante una resolución judicial que anula su nombramiento sin sustento legal equivale a desconocer que el arbitraje constituye una jurisdicción de raíz contractual y no una delegación estatal.

En otro tramo del fallo, se sostiene que «el procedimiento arbitral resultaba intangible frente a cualquier decisión del Tribunal Superior de Justicia o frente a cualquier requerimiento (…) pues el art. 7 de la Ley de Arbitraje (LA LEY 1961/2003) expresa que en los asuntos por ella regulados no intervendrá ningún Tribunal sin estar especialmente previsto». A renglón seguido, sin embargo, se niega la eficacia de dicho principio, incurriendo en una evidente contradicción. La Ley 60/2003 (LA LEY 1961/2003), inspirada en la Ley Modelo de la CNUDMI, descansa sobre la premisa de que la jurisdicción estatal no puede interrumpir el arbitraje una vez constituido el tribunal y que toda objeción relativa a la competencia debe plantearse ante el árbitro, reservando al juez un control posterior y limitado.

La sentencia añade que «no resultaba factible que los árbitros nieguen, cuestionen, tachen o revisen el acto jurisdiccional» y que el acusado «decidió culminar un proceso de arbitraje para el que había quedado desautorizado y cuyo desarrollo le había sido específicamente prohibido». Con esta declaración, la resolución convierte la decisión judicial de nulidad en una prohibición absoluta de proseguir el arbitraje. El efecto producido es semejante a una medida inhibitoria o de bloqueo del procedimiento. La consecuencia práctica coincide con la de una anti-suit injunction: el tribunal arbitral es compelido a cesar en sus funciones y a abstenerse de seguir conociendo del litigio, bajo amenaza de sanción penal. Una medida de tal naturaleza, ajena al modelo normativo español y a la práctica comparada de los países que se han adherido a la Ley Modelo de la CNUDMI, distorsiona el principio de autonomía del arbitraje y reinstaura un sistema de control judicial exhaustivo que el legislador quiso eliminar.

Resulta pertinente examinar, además, si la Ley de Arbitraje de 2003 (LA LEY 1961/2003) contempla alguna posibilidad de que el tribunal que ha llevado a cabo la formalización judicial del nombramiento de árbitro pueda posteriormente destituirlo. La respuesta es negativa. El art. 15 de la Ley de Arbitraje (LA LEY 1961/2003) regula el nombramiento judicial únicamente como un acto de auxilio, aplicable en ausencia de acuerdo entre las partes o de intervención institucional. Una vez designado el árbitro, el tribunal carece de facultades para revisar o dejar sin efecto su designación, salvo en los supuestos expresamente previstos de recusación o imposibilidad sobrevenida, y siempre a instancia de parte conforme al art. 18. Reconocer al órgano judicial un poder general de remoción equivaldría a desvirtuar la independencia del árbitro y el carácter limitado de la función judicial. La declaración de nulidad del nombramiento y la consecuente paralización del arbitraje carecen, por tanto, de apoyo legal y constituyen una intromisión incompatible con el principio de autonomía de la voluntad.

Como refuerzo de lo anterior, la sentencia pretende justificar su decisión en el art. 15.4º de la Ley de Arbitraje (LA LEY 1961/2003), que dispone que «las pretensiones que se ejerciten en relación con el nombramiento judicial de árbitros se sustanciarán por los cauces del juicio verbal», con remisión a los arts. 437 ss. de la Ley de Enjuiciamiento Civil (LA LEY 58/2000) y a las disposiciones complementarias de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985), incluidas las relativas a la nulidad de los actos procesales (arts. 238.3º (LA LEY 1694/1985) y 241 LOPJ (LA LEY 1694/1985)). Se trata de un argumento artificioso y ajeno al sentido del precepto. La remisión al juicio verbal no convierte el procedimiento de nombramiento en un proceso contencioso autónomo, ni autoriza su reapertura por el mismo órgano que lo dictó. El precepto se limita a fijar el cauce procesal para la tramitación inicial de la solicitud. Extender tal previsión hasta reconocer al juez un poder de revisión equivale a transformar una medida de apoyo en un mecanismo de control. La invocación de los arts. 238.3º (LA LEY 1694/1985) y 241 LOPJ (LA LEY 1694/1985) es igualmente improcedente, pues dichas normas se refieren a la nulidad de actuaciones judiciales en procesos contenciosos y no a la revisión de actos de jurisdicción voluntaria. Semejante interpretación distorsiona la finalidad de las normas y reintroduce, por vía interpretativa, una tutela judicial sobre el arbitraje que el legislador quiso excluir.

En definitiva, la decisión del Tribunal Supremo configura una anti-suit injunction abierta, aunque revestida de la apariencia de un acto procesal interno. Al declarar la nulidad del nombramiento y ordenar, en la práctica, la detención del arbitraje, la resolución vulnera el principio de intervención mínima, excede los límites de la jurisdicción de apoyo y restaura un modelo de subordinación del arbitraje al poder judicial. El resultado es una desviación de la orientación proarbitral que inspira la Ley 60/2003 (LA LEY 1961/2003) y los estándares internacionales emanados de la CNUDMI.

III. Una amenaza para el modelo arbitral español

La decisión del Tribunal Supremo de 8 de octubre de 2025 puede interpretarse también como un respaldo implícito a la línea jurisprudencial desarrollada por la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, cuya posición, aunque no unánime en el seno del propio tribunal, ha sido reiteradamente cuestionada por la doctrina y los medios arbitrales. Dicha corriente jurisprudencial se ha caracterizado por una expansión del concepto de orden público que desborda el marco de la Ley de Arbitraje (LA LEY 1961/2003), convirtiendo el recurso de anulación, diseñado como un control externo, limitado y no devolutivo, en un instrumento de revisión sustantiva del laudo. A partir de una interpretación extensiva y discutible de la noción de orden público, esa línea ha asumido una visión del arbitraje como un «equivalente jurisdiccional», lo que conduce a tratar el control judicial del laudo como si de una segunda instancia se tratara, contrariando la función meramente homologadora que la ley atribuye a los tribunales ordinarios.

Esa orientación, sin embargo, no ha sido respaldada por el conjunto de los Tribunales Superiores de Justicia españoles. Muy al contrario, entre otros, los tribunales de Andalucía, País Vasco, Cataluña y Valencia han consolidado una doctrina proarbitral coherente con el espíritu de la Ley 60/2003 (LA LEY 1961/2003), preservando el principio de intervención mínima y limitando la causal de orden público a supuestos excepcionales de vulneración manifiesta de los principios esenciales del ordenamiento. Frente a esa posición garantista y respetuosa con la autonomía del arbitraje, el criterio adoptado por determinados magistrados del TSJ de Madrid representa una corriente aislada, cuya persistencia ha generado una tensión institucional permanente con la jurisprudencia del Tribunal Constitucional posterior a 2020 y de la que es buena muestra la Sentencia de 2 de diciembre de 2024.

La reciente cuestión prejudicial planteada por el propio TSJ de Madrid ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, en el asunto Cabify, constituye un episodio más de esa deriva. Su formulación revela una tendencia a extender el control judicial sobre los laudos bajo el pretexto de garantizar la aplicación del Derecho europeo, en particular de las normas de competencia, pero en realidad persigue una ampliación de la función revisora del juez nacional más allá de los límites propios del recurso de anulación. Unida ahora al razonamiento de la sentencia del Tribunal Supremo de 8 de octubre de 2025, esta iniciativa proyecta una imagen preocupante para el desarrollo del arbitraje en España, en la medida en que ambas decisiones parecen avalar una concepción jurisdiccionalista del arbitraje incompatible con el modelo proarbitral que inspira la Ley de Arbitraje (LA LEY 1961/2003) y las directrices de la CNUDMI.

Scroll